11 de septiembre de 2012
Como todos sabéis, los recortes abrasan a la educación. Hasta tal punto que van a impedir que los suertudos trabajadores puedan simultanear estudios. Porque hay menos dinero. Porque hay menos profesores. Porque la flexibilidad de los horarios se reduce. Con la decepción del que se ve inmerso en semejante panorama, un día de música, en una calle de Millvale (Evergreen Avenue, cerca de la Terrace de la familia Simpson), devuelve la sonrisa a la cara. Y qué puta (bonita) casualidad. Es un grupo japonés.
En un sitio remoto, que hasta a la gente de aquí le cuesta localizar, se levanta el teatro Mr. Smalls. Al estilo de las salas Ritmo y Compás en Madrid y el archiconocido Silo en Coria (Cáceres), esta sala de grabación se erigió para dar cabida a la inmensa cantidad de grupos de la zona que ansiaban un refugio. Un sitio donde les escucharan y se les diera esa oportunidad que tanto agradecen y pelean.
Podría ser el caso del telonero de la noche, Chris Brokaw. Pero no. Se suponía un tipo experimentado. Un hombre con mucho camino recorrido y respetado en el mundo de la música como un artista profundo y con personalidad. Y desde luego, si vemos vídeos como We'll see you all at Oki Dogs, podría parecer eso. Al menos alguien con historias que contar. Sin embargo, el concierto fue deprimente. Demasiado visceral. Escasos agradecimientos al público. Parecía que se iba a consumir así mismo sobre ese escenario: ritmos demasiado pausados, letras gangosas. Era la versión triste de Micah Paul Hinson. Pasemos página.
La sala se fue llenando poco a poco, ya terminado el aburrido bolo de Chris, para ver a MONO. Un grupo de 4 japoneses que no necesitan decir una sola palabra para soltar emoción por cada cuerda, tecla, bombo. Y es que este grupo instrumental nacido en Tokio hace más de 10 años no ha parado de inventar melodías que encandilan. Que cautivan. Que envuelven y que resulta imposible que haya alguien a quien no le lleguen.
Con unos riffs que en ciertos momentos recuerdan al sonido metálico de Nine Inch Nails en sus últimos discos, de repente todo coge forma para acabar en notas perfectamente nítidas, con el momento justo de melancolía y de subidón. Y esa estética tan japonesa que a pesar del sonido desgarrador parece que todo lo acarician con esa delicadeza única.
Degusten temas como Everlasting night, Burial at Sea o Nostalgia, que ya se encuentran en la guantera de mi coche. Porque además, el tacto en los diseños de los discos se nota. Garabatos y diseños originales con poemas (con algún que otro haiku) que atraen también a la vista, y todo a precio razonable.
Lo único que se echó en falta fue unos sillones tipo puff para haberse podido dedicar en cuerpo y alma a estos nipones en su viaje. Un viaje que llenó de recuerdos de una tierra. De gente. De un sol. Naciente. Épico.
Casi dos horas donde hubo de todo. Menos recortes.
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